sábado, 12 de junio de 2010

EL JUEZ GARZÓN Y EL TEOREMA DE FERMAT

 

Pierre de Fermat fue un matemático aficionado francés del siglo XVII que pasó a la historia por plantear el reto más formidable a las generaciones de matemáticos que durante más de los tres siglos posteriores le han sucedido. Y lo más curioso del caso es la forma en que planteó dicho reto al que, precisamente por esa razón, se le ha venido denominado el “enigma de Fermat”.El punto de partida de todo el asunto no puede ser más simple y familiar para todo el que haya tenido los más elementales conocimientos de geometría, ya que se genera desde una abstracción del conocidísimo teorema de Pitágoras.

Partiendo de la clásica ecuación de que x2+y2=z2, Fermat afirmó que tal igualdad no funcionaba con ningún exponente superior al cuadrado. Sabido es que en matemáticas una afirmación no vale de nada si no va acompañada de su necesaria y obligada demostración. Y he ahí el origen del enigma.

Porque Fermat acostumbraba a escribir sus soluciones en el margen de los libros que estudiaba y en esta ocasión estaba utilizando un tomo de la Aritmética de Diofante y, después de anotar que no existía solución entera alguna para valores superiores al cuadrado, se permitió escribir: “he encontrado una demostración maravillosa para este hecho, pero el margen es demasiado estrecho para que quepa en él”. Y, por lo visto, se quedó tan ancho.

No era la primera vez que Fermat empleaba esta pícara argucia de señalar que tenía la solución y no expresarla. De hecho, parecía disfrutar planteando esta suerte de acertijos a un reducidísimo círculo de matemáticos con los que mantenía correspondencia, a fin de hacerles esforzarse en encontrar las demostraciones por ellos mismos.

A lo largo del tiempo, más de una decena de este tipo de teoremas de Fermat fueron siendo resueltos paulatinamente. Pero este, al que también se le dio el nombre del último teorema de Fermat, se resistió por más de 350 años. En 1908 se estableció en Alemania el Premio Wolfskehl, dotado con cien mil marcos alemanes, para quien demostrara que Fermat estaba en lo cierto, lo que incrementó notablemente el interés por resolver el enigma.

Hay que decir que aquel premio equivaldría en su tiempo a unos 200 millones de pesetas. Pero, también, que la inflación alemana de entreguerras lo dejó reducido a simple calderilla. Con todo, ello logró atraer a miles de matemáticos aficionados que se interesaron por el problema y le dieron enorme popularidad. Hay numerosas anécdotas ilustrativas, como aquel divertido grafiti en una pared del metro de Nueva York en el que, debajo de la famosa ecuación, ponía: “he encontrado una demostración en verdad maravillosa para esto, pero ya llega mi tren y no me da tiempo a escribirla”.

En realidad, este interés popular no ha sido siempre compartido por las eminencias profesionales de las matemáticas a lo largo del tiempo y no han faltado ilustres personajes que hayan denostado el problema por considerarlo un pasatiempo inútil, perteneciente además a una rama de las matemáticas que, hasta hace muy poco tiempo, carecía de toda utilidad práctica, cual es la teoría de los números.

Efectivamente, la teoría de los números era, hasta que no han aparecido las necesidades modernas de encriptación de claves y mensajes, un campo prácticamente estéril en matemáticas.

Sin embargo, los intentos de aficionados y profesionales por encontrar la demostración han sido incesantes y, lo que es más importante, en sus vías de aproximación han dado lugar a numerosos avances matemáticos. De hecho, digámoslo ya, el último teorema de Fermat ha sido resuelto en 1995 por el matemático inglés Andrew Wiles, utilizando para ello, en una demostración de casi 90 páginas, herramientas que no surgieron hasta mucho después de la muerte de Fermat, por lo que en realidad el enigma continúa. ¿Fue capaz Fermat de hallar la demostración con su reducido arsenal matemático del siglo XVII? En todo caso, tenía razón.

A estas alturas el sufrido lector se preguntará qué tiene que ver todo esto con el juez Garzón. Pues muy sencillo, porque Pierre de Fermat también era juez. Concretamente, su verdadera actividad profesional consistía en ejercer durante muchos años como juez supremo de la Corte Soberana del Parlamento en Toulouse, mientras que su tiempo libre lo dedicaba a las matemáticas como aficionado. Eso sí, ha pasado a la historia como el príncipe de los aficionados.

Y disponía de ese tiempo libre porque se resistía a relacionarse en sociedad ya que sus amigos y conocidos podían ser llevados ante la justicia en cualquier momento. Fraternizar con los conciudadanos solo podía conducir a favoritismos y engendrar prejuicios. Aislado de la sociedad de Toulouse, Fermat podía concentrarse en su afición. De hecho, como ya se ha apuntado, apenas tuvo contacto personal con sus colegas matemáticos y sólo un muy limitado cruce de correspondencia con alguno, entre ellos Pascal, para establecer las bases de la teoría de las probabilidades.

fermat

Pierre de Fermat (Beamunt de Lomagne 1601- Castres 1665). Un ejemplo para matemáticos y jueces.

Ciertamente es imposible resistirse a señalar el acusado contraste que esta norma de conducta ofrece en el contexto actual de protagonismo mediático de una gran parte de la de la judicatura y del juez Garzón en particular. Al margen de las valoraciones que el nutrido historial de Garzón susciten, que siempre estarán impregnadas del tinte político de quien las emita, no cabe duda alguna de que nuestro coetáneo juez, a diferencia de Fermat, sí que se ha relacionado, y mucho, con su entorno social. Y, lo que es peor, con el político.

Porque ahí es nada que el personaje haya incardinado los tres poderes del Estado en su persona. Eso sí, sucesivamente que no simultáneamente, porque de no ser así la cosa ya sería como para echarse a temblar. Cuando Garzón obtuvo en 1993 el acta de diputado por Madrid, al figurar como número dos de la lista detrás de Felipe González, y, después, ser nombrado secretario de Estado del Plan Nacional contra la droga, para dimitir al cabo de un año y reintegrarse a la judicatura, se completaba la aberrante pirueta de haber ocupado cargos en los tres poderes del Estado, el legislativo, ejecutivo y judicial. Tal vez entonces hubiera sido más oportuna la frase que Alfonso Guerra pronunciara mucho después, proclamando que Montesquieu había muerto.